Nota sobre la profanación de la tumba de Franco
Nadie dice lo esencial. O mejor, un aspecto nada despreciable de lo
esencial susceptible también de ser analizado: atreverse, después de 44 años,
a enfrentarse a un problema serio y, sin duda, muy aparatoso.
No sólo remover a los muertos enemigos, o el odio cainita a cuantos no
se pliegan a su claro delito, o el dulce placer del siniestro desquite
legalista (que es lo que que se cifra la vil, baja y cobarde hazaña de los actuales
antidemócratas antiespañoles). Aquí radican la bella idea ideológica y su fea praxis callejera, consistente en buscar el fogoso aplauso de nuestros falsos antifranquistas (ahora que sólo es franquista el cadáver de Franco).
También llama la atención lo más gris y enojoso de la fría empresa…
La burocracia secuestrada. Esta será, con el paso del tiempo, la parte maldita:
la ley, la familia, la Historia, la Nación, la Monarquía, la Iglesia, la costumbre, la
inercia, la indiferencia, el olvido, los abogados, los fiscales, los jueces, el desprecio de media
España, el recuerdo de la felonía, pasar a la historia como un perfecto
imbécil, etc. Y todo por espíritu de venganza y por un pequeño e inservible oportunismo
electoral, amén de aspirar a subir en el medallero de los idiotas totalitarios.
Es como profanar las tumbas de Don Rodrigo, los Reyes Católicos, Colón, Pizarro,
Hernán Cortés, Carlos I, Felipe II, Carlos III, el General Castaños, Palafox, Daoíz y Velarde, Fernando VII, Isabel
II, Alfonso XIII, Primo de Rivera. O, en sentido contrario, las de Abderramán I, Almanzor, Lutero
y Calvino, la reina virgen Isabel, Napoleón y su hermano Pepe, Largo Caballero,
Prieto, Negrín, Carrillo y La Pasionaria. O los inútiles Niceto Alcalá-Zamora y
Azaña.